En la segunda jornada de visita a las Saturnalias tuvimos el placer de contar con la visita del Sr. Delegado Provincial de Educación: D. José Angel Cifuentes Lozano así como de nuestro Inspector: Don Felipe García Mino.
Una nueva oportunidad para los alumnos de 3º y 5º de poder aprender algo más de esta importante fiesta de la cultura romana:
En torno al solsticio de invierno los romanos celebraban una de sus
fiestas más gratas, las Saturnales, en honor de Saturno, divinidad
agrícola protectora de sembrados y garante de cosechas. Prestigiaba la
memoria de este dios (que andando el tiempo habría de identificarse con
el Crono helénico y el púnico Baal) su papel como señor del universo en
la mítica Edad de Oro, cuando dioses y hombres convivían en libertad y
gozosa armonía en una naturaleza de infinita generosidad.
Por tales y otros méritos en pro del bienestar se le erigió un templo
en el Foro, al pie del Capitolio, que sería depositario (cual signo de
la prosperidad del Estado) del Tesoro Público, bajo la atenta vigilancia
de los cuestores. Allí la estatua imponente de este dios barbudo, que
blandía una hoz en la mano, sufría un singular cautiverio, pues una
cinta de lana, a modo de grillete, rodeaba el pedestal de la estatua
para impedir que abandonase Roma y la privase de su buena sombra. Sólo
al llegar las Saturnales quedaba libre de las ligaduras.
Al decir del escritor Macrobio (ss. IV-V d. C.), esta liberación
simbolizaba la irrupción hacia la luz de la vida humana después de diez
meses de gestación (decembris era el décimo mes en el calendario de
Rómulo y diez meses duraba el embarazo en cómputo inclusivo), período en
que la simiente había permanecido sujeta por las suaves cadenas de la
naturaleza. Simbolismo humano o agrícola, lo cierto es que el dios
merecía moverse a sus anchas en los días a él consagrados.
Hasta la dictadura de Julio César, la fiesta se celebraba el 17 de
diciembre, día en que los senadores y los caballeros romanos, aderezados
con sus togas ceremoniales, ofrendaban al dios un gran sacrificio,
seguido, como era costumbre, de un banquete público que culminaba con el
grito de Io Saturnalia. Pero el gran estratega debió de considerar que
una sola jornada era escasa honra, y prolongó las Saturnales hasta el
día 19. Siguieron su ejemplo Augusto y Calígula, que añadieron sendos
días, y Domiciano cerró la ampliación el día 23 de diciembre. Por tanto,
a finales del s. I d. C. las Saturnales duraban una semana completa,
consagrada especialmente al regocijo y la convivencia. Contribuía a ello
la suspensión de numerosas actividades públicas: la escuela, el Senado y
los tribunales de justicia interrumpían sus funciones; se liberaba a
los prisioneros, que agradecidos depositaban las cadenas en el templo de
Saturno; y hasta se aplazaba la ejecución de las penas capitales.
Los romanos intercambiaban regalos y visitaban a amigos y familiares.
Eran fiestas de excepcional permisividad, pues actitudes prohibidas o
inusitadas durante el resto del año recibían licencia en las Saturnales.
Dormitaba, por ejemplo, la ley, severísima, sobre los juegos de azar, y
los romanos veían crecer o mermar su patrimonio en el juego de los
dados, las tabas y la lotería. Pero nada más llamativo (y carnavalesco)
que el protagonismo que adquirían los esclavos.
Durante estas jornadas vestían las ropas de sus señores, que les
servían en la mesa, mientras ellos despotricaban contra sus dueños sin
temor a castigo alguno. Esta inversión de la jerarquía social ha quedado
reflejada en la imagen que adorna el mes de diciembre en el calendario
litúrgico (ca. 354) de Furio Dionisio Filocalo, donde se aprecian, como
motivos evocadores, unos dados en la mesa y una inscripción marginal que
reza: «Ahora, esclavo, se te permite jugar con tu señor».
Terminaban las Saturnales, según lo dicho, el 23 de diciembre. Pero
he aquí que en el año 274 el emperador Aureliano, preocupado por el
sincretismo religioso, introdujo el culto siríaco del Sol Invicto, cuyo
natalicio se celebraba el 25 de diciembre, cuando el sol, superado el
solsticio, recobra su poderío de luz en los días. En él reconocieron
casi todas las sectas a su suprema divinidad, especialmente los muchos
seguidores de Mitra. La turba de dioses, propios y extraños, que había
hallado acogida en Roma acabaría reduciéndose a este «Sol Señor del
Imperio Romano».
Esta suerte de monoteísmo solar, cuyo culto había estado precedido
por las fiestas en honor de Saturno, allanó el camino al Cristianismo no
sólo para establecer (por oposición al paganismo) la fecha del
natalicio de Jesucristo, sol de justicia, sino también para la
celebración de unas fiestas prolongadas en las que, como los romanos de
entonces, los cristianos de ahora se afanan en compartir la alegría,
aumentar la hacienda y cumplir con los regalos, a la vez que se entregan
con desenfreno a opíparas mesas.
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